EL PAPA
FRANCISCO, DOS AÑOS
DESPUÉS, José Arregui.
Seré
sincero. A los dos años de la elección del buen papa Francisco, siento alivio y
gratitud, una profunda gratitud. Y al mismo tiempo sigo sin despejar
importantes interrogantes sobre el alcance y el futuro de su reforma, de su
primavera bienvenida.
Primero
lo más importante. Desde aquella primera tarde de su elección, cuando se
inclinó ante la multitud de la plaza de San Pedro para pedirles su bendición
antes de ofrecérsela, el papa Francisco nos ha traído un profundo alivio. Era
uno de nosotros, despojado de la pompa y de la máscara papal. Era como si se
sintiera de pronto liberado del peso de mil años de papado. Y nos sentimos
liberados. Respiramos. Desde entonces, la franca sonrisa, la presencia
bondadosa, la palabra improvisada, el estilo natural, la ruptura del protocolo,
la frescura del mensaje, el aire de humanidad, el aire del Espíritu no han
cesado de soplar sobre nosotros con suavidad y energía.
El
sentimiento de alivio tiene que ver también con que los guardianes de la
doctrina parecen haber pasado a retaguardia o haberse retirado a sus cuarteles
de invierno. No les oímos tanto, no sé muy bien si por consignas recibidas o
por oportunidad y estrategia. Ya se verá. Pero llevamos dos años sin condenas
ni censuras estridentes, y lo disfrutamos. El sistema vaticano sigue siendo
opaco, y uno no acaba de creerse del todo lo que ve (¿es lo que aparece, o
aparece solo lo que nos quieren mostrar?). Bien, pero uno vuelve a soñar que
podamos recuperar la libertad de la teología, la libertad de arriesgarnos, la
libertad de errar y de seguir buscando no verdades, ni siquiera la
"Verdad", sino el misterio que nos salva.
Al
mirar al papa Francisco y los dos años transcurridos, casi -solo casi, pero
casi- tan importante como lo que ha dicho y hecho es lo que ha dejado de decir
y hacer. No ha condenado la cultura actual "increyente, relativista y
hedonista", como han hecho sin tregua los dos últimos papas y la gran
mayoría de nuestros obispos más próximos, de intervención en intervención, de
documento en documento, hasta revolvernos a menudo la fe y la paciencia, o
hasta habituarnos estoicamente, o hasta volvernos indiferentes por puro
cansancio o por higiene espiritual. El tono áspero y el proyecto ultraconservador
religioso-político, nacional-católico, del episcopado español, dirigido por
Monseñor Rouco y sus obispos afines, obsesionado por el aborto, la religión en
la escuela y el matrimonio homosexual, habían hecho el ambiente irrespirable.
El
mensaje del papa Francisco, por el contrario, es eminentemente positivo. Vuelve
a resonar el evangelio de la gracia y de la libertad. La sanación de los
heridos y la liberación de todos los oprimidos han recuperado el centro y la
primacía. Y todo ello se plasmó en un texto excepcional lleno de aliento y
frescura, el mejor texto emanado de Roma desde el inicio del papado hace 1000
años: Evangelii Gaudium. El Evangelio es gracia y liberación. ¡Qué sencillo!
¡Qué alivio! El Espíritu sopla. Podemos respirar otra vez. Por eso, dos años
después, con todas mis dudas, siento una inmensa gratitud, y me complace
decirlo, y lo diré citando en los párrafos que siguen expresiones literales del
papa, tomadas casi todas de la Evangelii Gaudium.
¡Gracias,
papa Francisco, por exhortarnos sin rodeos al corazón del Evangelio, el gozo de
la bondad, la revolución de la ternura! Gracias por disentir de los profetas
eclesiásticos de calamidades, y por recordarnos que el gran peligro del mundo y
de los cristianos es la tristeza, no la increencia, y que los cristianos no
podemos anunciar nuestra esperanza como enemigos que señalan y condenan; por
insistir en que Jesús también hoy rompe los esquemas aburridos en los que
pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina, y en
que la Iglesia debe aceptar la libertad inaferrable de la Palabra.
Gracias
por advertirnos contra la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a
los cristianos en momias de museo, e invitarnos a ser facilitadores y no
controladores, a ser audaces y creativos, sin prohibiciones ni miedos, a llegar
allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas. A ser Iglesia en salida.
Y por exhortarnos a no quedarnos anclados en la nostalgia de estructuras y
costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual, y a no soñar con
una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, ni pensar en un
cristianismo monocultural y monocorde; por afirmar que no se nos ha entregado
la vida como un guion en el que ya todo estuviera escrito, sino que consiste en
caminar y buscar, dando espacio a la duda.
Gracias
por sostener que la Iglesia no es una aduana, sino un puesto de socorro, y que
prefiere una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes
que una Iglesia enferma, encerrada, aferrada a las propias seguridades,
preocupada por ser el centro, clausurada en una maraña de obsesiones y
procedimientos; por precavernos contra la mundanidad eclesiástica, contra el
peligro de sentirse superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Y contra
la tentación de llenar los seminarios con cualquier tipo de motivaciones,
relacionadas con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias
humanas o bienestar económico.
Gracias
por denunciar los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante, una
economía de la exclusión y la inequidad, una economía que mata. Gracias por
haber gritado en la playa de Lampedusa ante los gobiernos europeos: ¡”Vergogna,
vergüenza"! Y por su voluntad de construir una Iglesia pobre para los
pobres, inspirada por el primado de la misericordia, y no obsesionada por
aspectos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones
ideológicas.
Todo
eso constituye un balance sobresaliente,
y es mucho más de lo que yo esperaba hace dos años. Lo reconozco con mucho
gusto. Y esa conversión evangélica -el primado de la praxis misericordiosa- me
parece mucho más importante que todas las reformas curiales hechas hasta ahora
o que pueda hacer en el futuro. Pero creo que hay una reforma estructural que afecta al modelo mismo de papado, o mejor
dicho de Iglesia, que deseaba y sigo deseando, y que considero indispensable para que esta primavera
no se vuelva invierno. Y esa reforma la sigo sin ver.
Pero
¿quién soy yo para pedirle más al papa Francisco, un hombre de 78 años,
absolutamente entregado cada día desde la mañana hasta la noche, cargado con
una tarea tan sobrehumana, y constantemente expuesto, observado, contradicho y
asediado por tantos poderes e intereses oscuros? Tendría todo el derecho de
irse de Roma a su tierra argentina y a su comunidad jesuita, y vivir en paz sus
últimos años, rezar, escuchar música y pasear y disfrutar con su familia y sus
amigos/as. Sería inhumano pedirle más. Lejos de mí hacerlo.
Pero
quizá el quid del problema sea justamente que la figura misma del papa es
inhumana. ¿Es humano que un hombre sea investido de poder infalible y
absoluto, de poder divino, si no es una blasfemia llamar "divino" a
un poder así? ¿Es humano que unos hombres -unos cardenales varones sin otro
título que el haber sido elegidos por el papa anterior- confieran tanto poder a
otro hombre como ellos, como nosotros? ¿No es demasiado arriesgado, aparte de
anacrónico, para una Iglesia seguir funcionando con tales patrones monárquicos? ¿No
dará pábulo a toda clase de abusos, arbitrariedades y redes opacas en nombre de
Dios? El problema fundamental es el papado, no el papa.
La
figura del papa como monarca absoluto, investido de la plenitud de la potestad
y además "infalible" cuando se pronuncia como tal, ¿no es una figura
inhumana, antievangélica y antiespiritual? El papado es la imagen y la cúspide
de una Iglesia piramidal que responde a tiempos pasados, cuando una monarquía
absoluta era aceptable. Hoy no lo es. Por consiguiente, no bastará con que un
papa sea bueno, como lo es el papa Francisco, mientras no se derogue la figura
del papado, es decir, mientras no se adopte un modelo auténticamente
"eclesial", comunitario, democrático de Iglesia. Un modelo humano,
vaya. O un modelo evangélico.
He
ahí mi interrogante fundamental: ¿Bastarán las reformas emprendidas por el papa
Francisco u otras que pueda emprender mientras perdure la figura de un papa
plenipotenciario? Otro papa, investido del mismo poder absoluto, podría
desandar el camino de reformas recorrido por éste. Hace 53 años nos
felicitábamos -el plural es retórico, pues yo era un niño todavía- de la
primavera de Juan XXIII. Hoy volvemos a celebrar la primavera, la celebro de
verdad. Pero no quisiera que dentro de 50 años o los que fueren, los católicos
-si aún quedan católicos por estos lares- vuelvan a celebrar la primavera
después de otro largo invierno.
Y
no habrá forma de evitarlo mientras no se invierta la pirámide, se reconozca al
Espíritu en la comunidad, todas las iglesias se democraticen y el papa sea de
verdad un representante de la Iglesia, elegido por un tiempo por las diversas
iglesias y comunidades. No digo que con la democratización se resolverían los
males de la Iglesia; basta mirar a nuestros regímenes supuestamente
democráticos. Pero ¿no debiera la Iglesia ser espejo de humanidad y, por lo
tanto, de una democracia mucho más libre y verdadera? Ahora bien, ¿no es
ilusorio pensar que un papa pueda llevar a cabo una reforma tan radical en solo
dos años y por decreto? Seguramente. Y, en cualquier caso, yo no reprocho en
absoluto a este papa que no lo haya hecho todavía. Ni pretendo que lo haga
después, aunque me gustaría. Es una tarea sobrehumana. Además, no sé muy bien
cómo se podría desmontar la pirámide eclesiástica y desmantelar el papado.
Quizá
el papa Francisco ni siquiera desea llegar hasta ese punto, y tampoco esto se
lo podría reprochar. En la Evangelii Gaudium habla de la "conversión del
papado", pero supongo que no está pensando en la derogación de los dogmas
del primado y de la infalibilidad. Es humano, y tiene derecho a tener, si la
tiene, una idea tradicional de Iglesia y de papado. Es probable, además, que
aun cuando él deseara consumar la reforma radical, no se lo permitieran desde
fuera.
Es
la contradicción del papado: un hombre
atrapado en las mallas férreas de una institución inhumana. Digo inhumana
porque descansa sobre la sacralización o divinización del poder absoluto, y
porque dicha sacralización le impide -en nombre de "Dios"- a un buen
papa como Francisco derogar su propio poder absoluto. Esa es la contradicción:
posee el poder absoluto, pero no puede derogarlo. Y de ahí se sigue otra
contradicción que salta a la vista y que padecemos, el papa el primero: posee el
poder absoluto, pero ningún hombre es capaz de ejercer un poder absoluto, y no
tiene más remedio que delegarlo, y acaba sometido a sus propios delegados. No
hay más que mirar al Vaticano: nadie sabía hace dos años si era el papa el que
mandaba o eran las curias supuestamente nombradas por él. No sé cómo estarán
hoy las cosas. Puede pensarse que las reformas iniciadas son el comienzo y que
todo llegará a su tiempo. ¡Ojalá! Hace falta recorrer el camino para llegar a
la meta. Hace falta tiempo. Peo el tiempo corre justamente contra el papa
Francisco. Y no puedo evitar mirar a nuestro clero joven y a nuestros
seminarios, pues -como las cosas no cambien mucho y rápido- de ellos saldrán
los futuros obispos, los futuros cardenales y el futuro papa, y a mí no me
auguran primaveras.
Tampoco
puedo dejar de preguntarme a menudo por qué será que tantos obispos que se
sentían tan cómodos e identificados con Juan Pablo II y Benedicto XVI o, en el
caso español, con el Cardenal Rouco parecen haberse adaptado sin problema al
clima primaveral: ¿será fidelidad sincera, o camuflaje autodefensivo o táctica
a la espera de tiempos mejores (que no deberían tardar...)?
Por
ahí van mis interrogantes. Otros interrogantes menores se refieren a
determinadas ideas teológicas y morales del papa Francisco: la idea de Dios, la
interpretación de la vida y de la muerte de Jesús, el esquema de la expiación,
el lugar de la mujer, el amor homosexual, el divorcio y las nuevas nupcias...
Presumo que, en el fondo, su teología es tradicional, y que está muy lejos del
cambio de lenguaje y de paradigmas que nuestra cultura está pidiendo a gritos.
Pero ¿cómo podría yo censurarle por pensar como piensa? Es humano, y tiene
derecho, como todos, a opinar como opina. Y tiene incluso derecho a errar.
Como
todos. Y vuelvo al punto central de mis interrogantes. Lo malo no es que un
papa piense como piensa, sino que imponga -por supuesta autoridad divina- lo
que piensa como única verdad. Ciertamente, el papa Francisco no ha mostrado
hasta ahora un talante impositor de verdades únicas. Pero ¿qué reforma sería
necesaria para que el siguiente papa, y el siguiente y el siguiente, tampoco lo
pudieran hacer ni aunque lo quisieran? Esta cuestión es crucial, y sigue
pendiente.
Publicado por
Carismatico Ec para IGLESIA DE A PIE - Ecuador por la paz y
la reivindicación el 3/20/2015
12:30:00 a. m.